Hoy es una de esas noches en las que mi hijo de casi 3 meses
sólo duerme con el pecho en la boca, o sobre mi pecho. También fue uno de esos
días en los que solo estuvo contento, también, con el pecho en la boca. Las
horas de sueño de la noche anterior se consumen rápido y, cuando al fin se
duerme profundamente a las 3.30 am, yo ya estoy desvelada, y agotada, y
malhumorada, y todos los Y que se les puedan ocurrir -la mayoría negativos, por
supuesto.
Entonces, mi hijo comienza a roncar suavemente. Lo abrazo un
poco más fuerte. Huelo su cabecita tibia, su pelo y su aliento fresco, escucho su
respiración profunda, rítmica, suave, y el malestar se va. El malhumor se
diluye en el mar encabritado de mi puerperio a flor de piel y me invade una
mezcla de amor puro y culpa inevitable.
Sigo desvelada, no voy a poder dormirme por un par de horas.
Pienso. Salto de un pensamiento a otro, y, de repente, lo entiendo. Soy
imperfectamente humana y estoy inexorablemente puérpera. Voy a enojarme, voy a
agotarme y voy a morirme de amor por mi hijo todo al mismo tiempo, varias veces
al día, por muchos días. Tal vez por el resto de mis días. Ya no soy la misma y
eso está bien. Parte de maternar es aceptar ese cambio profundo que atraviesa
el Yo madre y acompañarlo sin trabas ni presiones innecesarias.
Cuando comencé el camino -arduo, por cierto- hacia una
maternidad más consciente, jamás creí que sería tan difícil. Y claro, no solo
tenía que brindarme a los susurros velados
de mis antepasados, sino que tenía que hacer oídos sordos a la sociedad moderna
e ignorar más de una veintena de años de existencia puramente adultocéntrica. La
crianza más instintiva –me resisto a llamarla “con apego” ya que busco regresar
a mis raíces mamíferas sin adherir a una etiqueta– requiere un nivel de
simbiosis con la cría que puede resultar agotador. Nuestra cría nos necesita de
una forma tan absoluta que eclipsa cualquier necesidad ajena a su pequeño e
indefenso ser. Esa necesidad primal contrasta profundamente con las imágenes de
maternidad moderna con las que nos bombardean. Es una necesidad que, cuanto más
la resiste el cuidador, más desesperada se vuelve. Si elegimos el camino de
suplir completamente la necesidad de nuestra cría, vamos a tener que brindarnos en cuerpo, alma y mente.
Brindarme de esa
forma tan irracional e incondicional a mi cría es, sin lugar a dudas, uno de
los caminos más difíciles que he transitado. Sin embargo, en el proceso he
aprendido más sobre mí misma que en cualquier otro momento de mi vida. Voy a
enojarme, voy a agotarme y voy a morirme de amor varias veces al día, pero ya
no puedo volver atrás, no puedo ignorar mi instinto, el llamado de la
naturaleza y de aquel cachorro desvalido que nada entiende de imposiciones
sociales y sólo busca seguridad, abrigo y alimento. Sólo busca MAMÁ. Mamá es lo único que necesita y todo lo que
puedo brindarle, en la más perfecta de las ecuaciones.